Bogotá, 26 abr (EFE).- A Selva Almada le interesa narrar la «violencia soterrada» de la Argentina de provincia, de esos pueblos alejados de la ciudad donde el calor se mezcla con la desesperanza y la falta de oportunidades para sacar lo más rudo del ser humano, a bocajarro, sin ambigüedades y sin eludir detalles.
«Yo me crié en el interior de Argentina, en un pueblo de provincia, donde hay una violencia bien diferente a la que se puede vivir en las grandes ciudades», asegura la escritora argentina en una entrevista con EFE durante su paso por la Feria Internacional del Libro de Bogotá (FILBo).
Quiere salirse de la mirada «paternalista» en la que desde ciudades como Buenos Aires se ve a los pueblos, de esa «idea bucólica», y mostrar una cara «menos amable».
Ahora, cuando vuelve a visitar su pueblo, Villa Elisa, en Entre Ríos, se acuerda de esa idea de que «lo violento es la ciudad grande», y en su literatura le da la vuelta para sacar a relucir, con una increíble belleza y cuidado, «una violencia soterrada, subterránea».
LA VIOLENCIA EN LA FALTA DE OPORTUNIDADES
«A mí eso me parece súper sugestivo para escribir porque me parece muy potente narrar esas violencias que de vez en cuando estallan y cuando estallan salpican sangre para todos lados», dice la argentina, autora de «El viento que arrasa» o de «Ladrilleros».
Lo hace con misticismo, en un vínculo que la une a otras argentinas también laureadas como Mariana Enríquez o Dolores Reyes, donde el catolicismo se mezcla con lo pagano y los espíritus parecen subyacer entre líneas: «Debe ser que algo de uno queda donde se muere», dice en su última novela, «No es un río».
Dos hombres que agonizan después de una pelea a muerte, un padre que se ahoga mientras pesca en un río, los feminicidios de tres chicas de provincia… todo en los libros de Almada parece girar en torno a la muerte.
Pero lejos de un gusto sanguinario, estos hechos sacan a relucir las causas que soterran esa violencia: una obvia cultura machista, una sociedad atravesada por el catolicismo y muy conservadora y un «feudalismo» que ahonda las diferencias sociales y los apellidos familiares.
«Si sos adolescente en un lugar así de pequeño, es muy difícil no ser otra cosa que lo que se supone que tenés que ser: tener novio, a tal edad casarte, tener hijos… romper esos moldes es muy difícil y eso genera violencia y frustración», describe la autora.
SE LLAMA FEMINICIDIO
Hace ya casi una década que Almada escribió «Chicas muertas», un relato desgarrador donde cuenta el feminicidio de Andrea Danne, María Luisa Quevedo y Sara Mundín con un lenguaje alejado de la tibieza de los diarios donde las «chicas mueren» o son «presuntamente asesinadas».
«Adentro del vehículo iban cuatro hombres que se la llevaron. Estuvo secuestrada varios días, desnuda, atada y amordazada en un lugar que parecía abandonado. Apenas le daban de comer y de beber para mantenerla viva. La violaban cada vez que tenían ganas. La muchacha solo esperaba morirse», dice el libro.
Almada recogió en este relato de no ficción «algo que estaba dando vueltas en el aire»; no fue casual -dice- que escribiera ese libro y al año siguiente surgiera el imparable «Ni una menos», el movimiento contra los feminicidios de Argentina.
«Eran cosas que andaban dando vueltas, intereses que teníamos las mujeres, el feminismo; era como una especie de urgencia que tenía que manifestarse de alguna manera», una forma de «hacer colectivo» lo que le pasaba a las mujeres: que las estaban -y las siguen- matando.
Ella lo hace de una forma desgarradora y con un nombre que no dejaba lugar a dudas: «la crudeza que tenía el libro tenía que arrancar por el título».
En estos 10 años y gracias a este movimiento, han cambiado muchas cosas, reconoce, pero «al mismo tiempo no cambió lo más importante, que la tasa de feminicidios se mantiene estable», pero al menos ahora hay un impacto mediático, una conciencia feminista y sobre todo «una manera de nombrar» al crimen.
Ya sea hablando específicamente de los asesinatos de mujeres como de la cultura machista que empuja a los hombres a una violencia absurda, Almada retrata un mundo violento donde justamente esa violencia es «un gran motor para la escritura».
Irene Escudero