Lima, 2 jul (EFE).- «Me tuve que escapar y dejar todo diciendo que iba a ir al doctor». La historia de Carlos Enrique, narrada en primera persona y todavía con temor, es una entre muchas en Perú, un país donde la fragilidad que provoca en los trabajadores las altas tasas de informalidad laboral arrastra a muchos al trabajo forzoso.
Carlos comenzó su pesadilla siendo menor de edad. Criado en Chiclayo, en la costa norte del país, llegó a Lima a buscarse la vida. Solo y sin un conocimiento específico de la legalidad en Perú, comenzó a hilar trabajos informales y entró en una espiral en la que la desprotección jurídica le ató a un trabajo en el que no ganaba apenas nada.
«Empecé a sufrir ansiedad por comer, nunca engordaba. Solo era comer-dormir, comer-dormir», recuerda.
Su infierno inició en 2016, cuando, en la tienda en la que trabajaba como dependiente, entraron a robar tres mujeres. Con una agilidad que a él le sorprendió, se llevaron todo lo recaudado. De inmediato avisó a la dueña, que lo acusó de complicidad y lo encerró en el lugar donde residía, propiedad de un familiar.
«Me quitó las llaves, mi (Documento Nacional de Identidad) DNI, la llave de la habitación de la casa de su hermana y me llevaron supuestamente a la comisaría, pero nunca fuimos a la comisaría, me llevaron a su casa», recuerda.
Y continúa: «Me empezaron a decir que yo lo robé, que le había llevado (el dinero) a mi papá, o que, (era) por estar con un chico. Le lloré hasta decir basta, quedarme prácticamente seco y nunca me voy a olvidar de esa señora, porque lo más humillante que hice fue casi besarle los pies para que me creyera».
Entre amenazas de cárcel, la mujer le hizo seguir trabajando en su local de 9.30 a 20.30 horas a cambio de 320 soles (unos 85 dólares), según relata, por lo que los domingos tuvo que buscar otra labor para cubrir sus gastos.
En aquel momento, entre el desconocimiento y el aislamiento, no fue consciente de que estaba sometido a trabajo forzoso.
«Yo creía en lo que me decía, porque eran supuestamente cristianos, entonces eran buenos», rememora.
UN MAL EXTENDIDO
El director de Políticas y Estrategias de la ONG CHS Alternativo, Luis Enrique Aguilar, explica que en una reciente encuesta elaborada por la organización observaron que «el 14 % de las personas entrevistadas en 2022 sostienen que, alguna vez en su vida, han pasado por una situación de este tipo» en Perú.
«En el país, no son extrañas estas situaciones, las bonanzas económicas que ha tenido Perú durante siglos han estado vinculadas con situaciones de trabajo forzoso, esclavitud, servidumbre o trata de personas, pero en la actualidad, creo que es especialmente la gran cantidad de informalidad que existe en el mercado laboral», comenta.
Según diferentes estudios, esta informalidad afecta a, por lo menos, el 71 % de los trabajadores. Una realidad que, en opinión de Aguilar, es «fruto de años en los que no se ha podido subsanar una serie de inconvenientes a nivel de legislación laboral».
Esta situación supone que se muestre como una de las características fundamentales «el aprovechamiento de las situaciones de vulnerabilidad». Situaciones como la que vivía Carlos, lejos de su familia, solo y con muchas necesidades.
«En el caso del trabajo forzoso, normalmente las personas están buscando un empleo y, ante la imposibilidad de conseguir uno dentro de los parámetros que necesita o quiere, termina aceptando cualquier oferta», subraya.
Aguilar explica que es una situación difícil de abordar desde el Estado, puesto que «entre el 72 % y el 75 % de la población económicamente activa se encuentra en una economía informal y eso hace prácticamente imposible en cualquier país del mundo que pueda haber una respuesta lo suficientemente importante al respecto».
«Por otro lado, estamos hablando del fenómeno de explotación del trabajo forzoso que se relaciona con otras actividades ilegales (…) y en muchos casos actividades que han normalizado el no pagar o no cumplir con criterios de seguridad», añade.
LA BÚSQUEDA DE UNA SOLUCIÓN
Frente a ese panorama y el control y amenazas que sufría, Carlos encontró una solución en el apoyo de una clienta de su misma ciudad. Ella le ofreció su apoyo y él se lo prestó.
Fingiendo una enfermedad, se escapó. Pero no fue al médico, sino al Ministerio del Trabajo: «Iba con el miedo de que incluso les estaba haciendo un daño al querer denunciarlo».
«Lo que te han hecho es que, prácticamente, te han secuestrado, te han privado de que hables, te han dañado psicológicamente», le dijeron a Carlos.
Entre lágrimas, evoca cómo fue el día siguiente, el último trabajando para la mujer cuyo recuerdo todavía hoy lo quiebra.
«Fui, hice lo mismo (escapar con la excusa del médico) y nunca más me volví a aparecer. Me prohibieron acercarme a Gamarra (el sector donde trabajaba) y, como no tenía número de teléfono propio sino de la tienda (…) les dije a mis papas que no me volvieran a escribir a ese número», concluye.
Entonces comenzó una nueva vida, en la que el trabajo formal tampoco está presente, pero en la que se encuentra feliz, pese a que se sabe «expuesto a todo».
Una vida con la que, como recuerda el director de CHS, muchos peruanos ni siquiera sueñan.
«Muchas personas han normalizado tanto la situación de explotación que no entienden que necesitan recibir un salario mínimo, tienen derecho a vacaciones y que no se les puede obligar a trabajar horas extras excesivas», concluye, denunciando y retratando la realidad de buena parte de los peruanos.
Gonzalo Domínguez Loeda