La maduración de un bono se define como el tiempo, usualmente expresado en años, que falta para que el instrumento otorgue su último flujo. Desde ese momento se dice que el bono expira y carece de validez. En esencia, en ese momento el bono ya habría cumplido con todos los pagos que fueron pactados anteriormente.
Sirve principalmente como un indicador de riesgo, dado que un plazo mayor para que el dinero sea devuelto supone riesgos mayores. Por lo tanto, si uno dispone de dos opciones para sacar un préstamo – uno a un año y el otro a tres, por ejemplo –, probablemente la tasa de interés del segundo sea mayor que la del primero.
Análogamente, al mirar instrumentos del mercado financiero, esta regla se mantiene. Miremos, por ejemplo, el rendimiento otorgado en Certificados de Depósito de Ahorro (CDAs) por las financieras en junio del 2020, en función a su maduración. La relación es directa y la curva ajustada a los puntos (que es una curva de tasas) es ascendente.
El concepto de maduración es muy sencillo, aunque esta simplificación viene con ciertas desventajas. Entre sus principales, está el factor de que la maduración por sí sola no dice nada sobre cuán periódicos son los flujos que otorga el bono.
Dos bonos que vencen en cinco años no son igual de riesgosos, si uno no otorga ningún flujo anterior al vencimiento (bono cupón cero) y el otro lo da mensualmente. Es decir, en el primero el individuo no dispone de ningún flujo hasta el día del vencimiento y en el segundo, lo hace desde el primer mes.
La duración de un papel, en cambio, sí toma en cuenta estas diferencias y sirve para poder comparar plazos de bonos con estructuras de pago diferentes.
Ejemplo. Si hoy estamos al 21 de setiembre del 2020 y tenemos un bono que vence el 31 de diciembre del 2021, entonces le quedan 476 días, y su maduración es de 1.3 años, aproximadamente.
