Cuando el año pasado nos inundaba la incertidumbre sobre el rumbo que tomarían nuestras vidas con la presencia del COVID-19, el mundo clamaba por el pronto hallazgo de un tratamiento y una vacuna para enfrentar a la enfermedad.
Los primeros en ponerse en campaña por la carrera del desarrollo de un inmunizante fueron, obviamente, los países más desarrollados: Alemania, el Reino Unido, Estados Unidos y Rusia, a quienes luego siguieron otros como China e India.
A la par, países como el nuestro empezaban a imponer estrictas restricciones a la actividad social incluso antes de la explosión de los casos, pues era más que evidente que el frágil sistema de salud no resistiría a la masiva afluencia a los hospitales que se veía inicialmente en zonas de Europa.
El Ministerio de Salud tomaba un protagonismo prácticamente inédito, con la población expectante a cada conferencia de prensa y la incesante búsqueda de información sobre términos que se nos hacían frecuentes, como serotipos, cepas, mutaciones del virus, inmunidad de rebaño, entre tantos otros.
Cuando por fin se aprobaron las primeras vacunas, nos tocó “ver por la tele” cómo los países que habían invertido en los biológicos empezaban a inmunizar a su población, mientras nos lamentábamos por el fracaso del mecanismo COVAX y no podíamos ni imaginar alguna fecha en que volveríamos a vivir con “normalidad”.
Gracias a donaciones de distintos gobiernos, las vacunas llegaron a Paraguay y las primeras reacciones fueron de concurrencia masiva a los vacunatorios, pero ya nos tocó lamentar miles de muertes que se podían haber evitado con un arribo más temprano de los biológicos.
Apenas pasaron un año y ocho meses desde el inicio de aquella desesperación por la pandemia, los contagios se redujeron y la economía atraviesa por una suerte de “primavera” de apertura de actividades a la que nos gusta calificar como recuperación.
Al parecer, nos duró muy poco la memoria y el entusiasmo por la ciencia, ya que en el estudio del Presupuesto General de la Nación 2022 tenemos que estar reclamando el blindaje a los recursos del Fondo para la Excelencia de la Educación y la Investigación (FEEI).
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Mientras continúan los privilegios en la función pública y el despilfarro en las campañas políticas, los legisladores nos quieren hacer creer que buscan la austeridad a través del sacrificio de los ya escasos recursos que se dedican a la ciencia en nuestro país.
Como ciudadanía, no podemos dejar que esto ocurra: la pandemia de COVID-19 nos ha demostrado que la ciencia es una necesidad básica, indispensable para garantizar la vida de la población.
Que las experiencias con el coronavirus no queden en simples anécdotas de cuando tuvimos que encerrarnos en nuestras casas, sino que nos sirvan para tomar conciencia y exigir estar mejor preparados para todo lo que todavía puede llegar a ocurrir.