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2 de mayo de 2024

Joan Robinson: la mujer que desafió a la corriente ortodoxa de Cambridge

La «Controversia de Cambridge», liderada por la economista Joan Robinson, sobre la teoría del capital, se centró en la forma en que se enseña la función de producción y cómo se mide el capital. Aunque el debate nunca se resolvió completamente, la corriente ortodoxa prevaleció en la práctica.

Por Eric Torres

«El propósito de estudiar economía no es adquirir un conjunto de respuestas ya preparadas a preguntas económicas, sino aprender cómo evitar ser engañado por los economistas» (Robinson, 1978).

Al estudiar la historia del pensamiento económico se da principal énfasis a los aportes hechos por economistas como Adam Smith, David Ricardo, Keynes, etc. Sin embargo, también observamos a destacadas economistas que supieron ganarse el reconocimiento intelectual de sus pares. 

Es por ello que en este artículo nos centraremos en una disputa académica que tuvo como principal referente a una economista, Joan Robinson. Este debate se inició a mediados del siglo XX e involucró a dos universidades ubicadas en Cambridge, el Instituto Tecnológico de Massachusetts (EE. UU.) y la Universidad de Cambridge (Reino Unido). A esta disputa académica lo suelen denominar como la “Controversia de Cambridge”. 

La primera estaba representada por economistas como Paul Samuelson, Robert Solow, entre otros. La segunda, representada por economistas como Joan Robinson, Piero Sraffa, entre otros.

La controversia giró en torno a la teoría del capital que defendía la corriente ortodoxa (y aún la defiende), representada por Samuelson y sus compañeros. En cambio, Joan Robinson y Sraffa tenían unas críticas demoledoras a esta teoría, particularmente en este artículo nos centraremos en las críticas realizadas por Robinson.  

Breve biografía de Robinson

Antes de adentrarnos en la disputa académica en sí, considero necesario hacer un breve recorrido biográfico por la vida de Robinson a modo de señalar sus principales aportaciones y el contexto histórico en el que se enmarcaron las mismas. 

Nació en el año 1903 en el Reino Unido, estudió economía en la Universidad de Cambridge, en la que posteriormente se desempeñó como profesora de economía. Como mentor y compañero intelectual tenía a John Maynard Keynes, quien en el prefacio de su obra la Teoría General de la ocupación, el Interés y el Dinero agradece “la ayuda de la señora Robinson” (Keynes, 2009) por sus aportes significativos a dicha obra. 

Roncaglia la describe como una “Escritora viva y prolífica, apasionada y brillante oradora, polemista vigorosa, dejó su impronta en las universidades de todo el mundo”(Roncaglia, 2006). La prueba de que realmente era una mujer brillante la podemos apreciar en un relato bastante jocoso que Harry Johnson realiza en ocasión de una visita de Robinson a la Universidad de Chicago para impartir clases de economía en la que sus alumnos detractores pensaron: «Vamos a darle una buena reprensión a esta abuela. Después de levantarse de la lona, a donde los había enviado Robinson con unos cuantos ganchos bien dirigidos, los estudiantes adoptaron una actitud mucho más respetuosa.» (Johnson,1978, como se cita en Feiwell & Feiwell, 1989). 

Hizo importantes aportes a la teoría económica, entre los que se destacan su contribución a la difusión de la nueva corriente postkeynesiana. A su vez, protagonizó uno de los debates económicos más importantes del siglo XX, que desarrollaremos a continuación.

Todo esto en un contexto en donde la escuela clásica iba siendo desplazada por la escuela que posteriormente pasó a ser mainstream en la enseñanza de la economía hasta nuestros días, la síntesis neoclásica. Escuela a la que Robinson denominaba con el fuerte apelativo de “keynesianismo bastardo” por no reflejar correctamente las ideas originales del pensamiento Keynesiano que pretendía representar, principalmente a través del modelo IS-LM. Otro debate polémico que lo podemos abordar en un próximo artículo.

La disputa sobre el capital

Para comprender esta disputa, primero debemos entender que es una función de producción. Samuelson nos menciona que esta “muestra la cantidad máxima que puede producirse con diferentes factores” (Sanuelson, 2010). Típicamente, los dos factores son capital y trabajo. De esta manera, lo que cualquier empresario hace es escoger una combinación de capital y trabajo para obtener una cantidad de producto. ¿En qué unidades se mide el trabajo? En horas-hombre. ¿En qué unidades se mide el capital? Los neoclásicos no tienen respuesta. Veamos como Robinson señala este punto en su artículo: La función de producción y la teoría del capital:

Por otra parte, la función de producción ha sido un poderoso instrumento de mala educación. Al estudiante de teoría económica se le enseña que O =F(L, C), donde L es una cantidad de trabajo, C una cantidad de capital y O una tasa de producción de bienes. Le instruyen para que considere a todos los trabajadores iguales y a medir L en horas-hombre de trabajo; se le dice algo del problema de los números-índices incluido en la elección de unidades de producto, para después, seguir rápidamente al siguiente tema, esperando que nunca se le ocurra preguntar en qué unidades se mide C. Antes de que ocurra tal pregunta, se convierte en profesor, y esos engañosos hábitos de pensamiento se transmiten de generación en generación. (Robinson, 1974, pp 1).

¿Pero por qué existe tal problema en medir el capital? Se debe principalmente a que este puede tomar distintas formas y su medición por ende se complica. Hagamos un ejemplo sencillo para comprender este punto. Supongamos que usted es un terrateniente que posee 2 trabajadores y un tractor para producir soja. Adicionalmente, supongamos que con todos estos factores se obtiene un producto de 100 kg. de soja. En este momento usted querrá saber cuánto debe pagar a los factores productivos. ¿Cómo lo hace? Sencillo, por medio de la productividad marginal de cada factor, que traducido a un lenguaje menos técnico sería pagar exactamente la contribución adicional al producto que otorga una unidad adicional del factor.

Esto quiere decir que de los 100 kg. de soja que se produjo yo tendré que remunerar de acuerdo a la contribución marginal que tuvo cada factor en el proceso productivo. De este modo, si una unidad adicional de trabajador (permaneciendo todo lo demás constante) me otorga 20 kg. adicionales de soja, entonces corresponde a los trabajadores salarios de 20 kg. de soja. Hasta aquí no hay ningún problema. El problema surge cuando queremos medir la productividad marginal del capital, ya que, como dijimos al comienzo de la explicación, este puede tomar varias formas. Podría ser un tractor adicional, una pala adicional, una sembradora adicional, etc. 

Resulta lógico entonces que no podemos considerar al capital como algo homogéneo, dada su heterogeneidad productiva, porque jamás será lo mismo la productividad marginal de un tractor adicional, en comparación a una pala adicional. ¿Cómo medimos el capital entonces? Podríamos medirlo, sumando los precios de cada factor, es decir, el precio del tractor, la pala y la sembradora de tal modo a “homogeneizar” estos distintos bienes y obtener una sola medida. Pero lo que estaríamos cometiendo aquí es una gigantesca falacia circular, ya que en los precios de tales factores están implícitos los costos, el salario y las ganancias.

Entonces, pretendiendo determinar el salario y las ganancias que debemos remunerar, dada está “solución” ya tendríamos que tener de antemano como dato, el salario y las ganancias. Sería como preguntar a alguien cuál es su número telefónico y esta persona nos responda “Me das una llamada y te lo doy” ¿Cuál podría ser otra salida? Como señala Urbina (2015) podríamos considerar los costos históricos, pero los neoclásicos no veían con buenos ojos seguir este camino dado que podrían estar respaldando la herejía marxista de la explotación capitalista, dado que allí la función de producción quedaría de la siguiente forma Q= F(L) ¿A qué les suena esto? Exacto, Marxismo, dado que el único factor que explicaría la producción sería el factor trabajo, cosa que los economistas ortodoxos no estaban dispuestos a aceptar. 

¿Y ahora qué?

A estas alturas del artículo más de uno se estará preguntado cuál fue el bando ganador, pero lo cierto es que el debate nunca se acabó, ni mucho menos se llegó a un consenso (como casi todos los temas en economía). No obstante, la escuela que terminó imponiéndose en la práctica fue la ortodoxa. Esto se debe principalmente a que los supuestos implícitos en la función de producción ortodoxa permite aplicar el cálculo diferencial y por ende revestir a la teoría de un mayor sustento “científico”, cuando en realidad se plantearon otros tipos de función de producción como la de Leontief que para muchos economistas, principalmente heterodoxos, tiene mayor validez empírica dados los supuestos que emplea.

Como conclusión me gustaría traer nuevamente a colación lo descrito por Robinson en la cita con la que inició el artículo, ya que nos recuerda el escepticismo que debe tener todo economista para de este modo cuestionar los modelos económicos que muchas veces se nos presentan como una verdad revelada y al cual debemos ceñirnos como un dogma de fe. Lo cierto es que la economía al ser una ciencia social no está libre de arbitrariedades.  

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